miércoles, 15 de mayo de 2013

Lo que queda del Olimpo

Para el Chebu, el gato que vivió.




Zeus mira a su alrededor y sabe que el mundo ha avanzado sin él y lo ha dejado atrás. Qué se le va a hacer: se lo advirtieron una y mil veces en lo alto de su montaña, en ese lugar milagroso en donde sólo los eternos y locos podían pasar. Pero el Dios del Rayo se creía invencible y los siglos le demostraron lo contrario. Ahora ya es tarde, y Zeus lo sabe. En la televisión, cientos de policías arremeten contra lo último que queda de dignidad griega. El lugar donde nació la democracia se desploma junto la igualdad y la justicia. Su gente, amontonada como otrora lo hacían sus soldados, defienden los pocos fósiles de filosofía que aún pueden rescatar y piden ayuda a oídos divinos.

Ya es tarde: el Olimpo ya no existe.


Quizá todo hubiera resultado diferente si no hubiesen dejado el politeísmo. Hace cientos de años había Dioses para todo: para beber, para follar, para rezar y para odiar. Es cierto, casi todo dependía de sus absurdos designios y conocimientos, pero hey, quizá habría sido conveniente confiar en eso antes que dejarles las riendas del mundo a los humanos. Zeus masculla la idea, mientras sus ojos brillan en la oscuridad al apagarse la pantalla. Quizá converse de eso con Odín y Ra, más tarde. Casi siempre hablan de comida, del calor, de los amos, temas simples. Quizá hablar de su ausencia como Seres Supremos mueva un poco las cosas.


Si algo no ha cambiado en nada, es que Zeus sigue adorando la noche y las alturas. A veces sube al refrigerador sin avisarle a nadie, con el único propósito de volver a sentirse alto. Trepa hacia el balcón y se queda mirando el cielo, añorando una buena tormenta eléctrica y tal vez, a sus hermanos. Vuelve a las batallas contra Cronos y los Titanes cada vez que atrapa una polilla, convirtiendo cada cacería en una guerra, en un logro intrincado lleno de relámpagos y gigantes. La devaluación de la mitología ha sido impactante, rumea Zeus, mientras se lame la pata y procede a limpiar sus bigotes. Es soberbio, cierto, pero entiende que ya no exista cabida en esta sociedad para los Dioses y aún más, comprende las razones que lo han llevado a transformarse en algo tan frágil y encantador. 




Con el tiempo, ha aprendido las reglas que entrega su nuevo estatus: baja las orejas cínicamente cuando sus amos lo castigan, ronronea en la oscuridad para exigirles cariño o incluso, les dedica alguna gracia para de vez en cuando hacerlos sonreír. A pesar de verse reducido, cree que sigue llevándoles ventaja. Aún tiene el control; aún hace lo que quiere. Sabe que le perdonarán cualquier maldad cometida y que más temprano que tarde volverán a rendirle honores abriendo un tarro de atún, pidiendo a gritos su compañía, viviendo siempre pendientes de sus más mínimas necesidades.


Así somos los humanos. Pues mientras se han caído y levantado decenas de religiones, nosotros seguimos ahí, pasivos, buscando órdenes en el aire, tan perdidos como antaño. Pero si algo puede decirse, jamás solos. Porque donde yacen los cadáveres de las deidades del ayer ahora tenemos a nuestras mascotas, para quererlos, para adorarlos y servirlos en el mismo pedestal que hace miles de años sólo ocupaban los inmortales.